viernes, 24 de agosto de 2007

Almas Gemelas

Me giré y descubrí tu rostro en la oscuridad velado tras una pátina de desconcierto.

"¿Qué pasa? ¿Dónde vas?", me dijiste asiéndome con firmeza del brazo.
"Lejos de ti, donde mis tacones no puedan hacerte daño, donde mis besos vuelen libres, donde mis pasiones se dulcifiquen"
"¿Quién te ha dicho que no quiero que me hagas daño? ¿Quién te ha dicho que no me lo haces ya, sea con o sin tus tacones? ¿Dónde van a estar tus besos mejor que en mi piel? Y, ¿dónde van a saber tus pasiones más dulces que a mi lado?", me dijiste pasándome con dulzura tus dedos por mi mejilla. Y con tu consabido verbo de encantador de serpientes me susurraste:

"¿Y quién te ha dicho que no comparto tus temores?"

Sus palabras me tranquilizaron. Si bajo esa coraza de egoísmo y determinación había un mínimo temor, había algún sentimiento; algún vestigio de que era sensible; en cierto modo razonable. Y humano. Sobre todo, humano. Continuó encandilándome con sus palabras de terciopelo:

"¿Qué te hace pensar que esto no me preocupa, tesoro? En cierto modo lo hace y en cierto modo no. Me inquieta que pueda írsenos todo de las manos. Me preocupa el riesgo que esto puede suponer para mí. Pero a la vez, prefiero pecar y cargar con el peso del pecado. Es más fácil cargar con lo conocido que con lo desconocido. Y prefiero arrepentirme de lo que he hecho que de lo que no, y más si es a tu lado. Si es que algún día me arrepiento, claro. Somos compañeros y adversarios: jugamos cada uno a un lado de la red, pero en la misma pista. Y jugamos bien, tesoro. ¿Quieres prescindir de esto? Porque yo no. No pienso renunciar al hecho de verte y sentirme afortunado; de tenerte ante mis ojos, y sentirme orgulloso de ti; de sentirme especial por el simple hecho de que formes parte de mí. Lo queramos o no, eres parte mía, y eso no lo va a cambiar nada".

Sus palabras resonaron tan adentro en mi interior que dudé si las había pronunciado él o era yo la que hablaba. Me sobrecogió el hecho de que siempre fuera capaz de poner las palabras adecuadas a los momentos difíciles. Tal y como yo haría. "Eres parte mía, y eso no lo va a cambiar nada", me repetí.

"Eres parte mía, y eso no lo va a cambiar nada", te repetí.

Decencia Perdida

Cuando me quise dar cuenta, tu brazo me arrastraba fuera del coche y la puerta se cerraba tras de mi erradicando cualquier posibilidad de retracto. Tus manos me exploraban ya sin límites cuando atravesamos el salón. Tus besos me empujaron escaleras arriba sin siquiera darme tiempo a responderme al único interrogante que aún quedaba, rezagado, en mi alborotada cabeza.

"¿Qué estamos haciendo?", te dije.

"Lo que importa no es lo que estamos haciendo, tesoro, lo que importa es lo que nos queda por hacer..."

Con un movimiento aparentemente agresivo, pero perfectamente estudiado, me tiraste encima de la cama. Te arrodillaste encima de mi y me agarraste con fuerza las muñecas. Me besaste con furia sin permitirme el más mínimo movimiento. Los latidos no cabían en mi pecho. El deseo se desbordaba en mis pupilas. Sin darme tregua, me arrancaste la ropa con esa expresión obsesivamente enajenada que me aterra, pero me hace perder la razón. Me arqueé encima de las sábanas revueltas hasta que tu cuerpo y el mío quedaron fundidos en un vaivén de jadeos y susurros obscenos.

Cuando me arrancaste la ropa me arrancaste, sin saberlo, el corazón. Deshiciste con tus besos mi piel hasta adherirla por completo a la tuya. Perdí entre las sábanas mi decencia en ese juego sin control. Tu piel clavada en la mía. Tus labios sellados en mi piel. Y en medio de ese tórrido delirio comprendí que nos hallábamos sumergidos en una espiral sin salida.

El agujero negro de nuestra obsesión por lo prohibido nos condujo al centro de una noche en la que me desperté entre tus brazos y bañada en tu sudor; bajo unas sábanas impregnadas de desenfreno en este doble juego de pasión y desgarro. Te miré. Miré en derredor. Las luces que salpicaban la noche se colaban por entre las rendijas de la persiana. Sólo entonces reparé en esa fotografía. Tú, ella y tus hijos, en una hipócrita pose de familia feliz. Te miré de nuevo. Dormías ajeno a mis preocupaciones. Y no se si me diste asco o simplemente te odié. Por no ser yo la que estuviera en esa foto o por ser tú el que lo hiciera, qué más daba. En cualquier caso, me levanté de un salto, me vestí en un intento fallido de sofocar el fuego que aún ardía sobre mi piel, y salí a tientas de aquella improvisada jaula intentando correr más rápido que el conflicto que, por momentos, se desataba en mi interior.

Era una noche fría y húmeda. Los adoquines resbaladizos se escurrían bajo mis pies. A malas penas lograba abrirme paso en la densa oscuridad, perdida entre mis pensamientos y aplastada bajo el peso de mi conciencia. Víctima aún de tus susurros, de tus besos, de tu olor me deslicé sin rumbo observando cómo todo estaba en calma ahí afuera. Preguntándome si en algún momento podría encontrar toda aquella calma también en mi interior.

En ese momento, noté una mano sobre mi hombro. Esperaba que no fueras tú.

Pero necesitaba que sí lo fueras.

martes, 21 de agosto de 2007

Sentimientos Encontrados

Me quedé sentada en el bar, esperando la señal. De súbito, mi teléfono se iluminó en el escueto bolso y lo saqué a medio camino entre la impaciencia y la insolencia. Enarqué una ceja y, enciendiéndome otro cigarro, leí el mensaje:

"¿En tu coche o en el mío? Date prisa en venir si no quieres que medio Paris salte por los aires. Estoy que suelto chispas"

Solté una carcajada enmarcada en mi recién retocado carmín rojo, y el camarero me miró frunciendo el ceño. Sin prestar más atención que la que tú me habías suscitado, te contesté:

"En el tuyo, por supuesto. ¿Acaso obvias que soy una dama? Quiero que me lleves. Y, por cierto, mucho me temo que más de medio Paris está a punto de saltar por los aires.."

"Te espero a la vuelta de la esquina. Date prisa: no aguanto un solo momento más sin tí a mi lado."

Estas últimas palabras me hicieron estremecerme. Salté del taburete dejando un vacío tras de mí propio de quien corre más rápido que el propio tiempo y más allá de su conciencia. Y fui a tu encuentro. Distinguí tu coche en la penumbra. Tus ojos me apresaron en la oscuridad y me llevaron hasta ti. Abrí la puerta pero me detuve un segundo. Otra vez. Otra vez estaba a punto de dar ese paso sin vuelta atrás; de emprender ese viaje sin retorno en el que cada vez nos adentrábamos más y mucho más aprisa sin querer siquiera apercibirnos de las consecuencias. No debemos, me dije. Esto no debe pasar. No otra vez. Esto no puede ser. Te miré. Me capturaste con esa sonrisa maléfica encajada en tu rostro angelical. Apenas me dio tiempo a reaccionar cuando me sorprendí diciéndote:

- Vamos. No quiero compartirte ni un segundo más con tu línea del tiempo. Mientras estamos juntos, nuestros destinos están abocados a nuestro antojo. Ahora eres mío. Y no sabes la que te espera. Por cierto, ¿adónde me llevas, querido?
- A mi casa.
- ¿A tu casa? ¿Has perdido el juicio?
- Mi mujer no está. Y sí, he perdido el juicio. Pero de eso tienes tú la culpa.
- ¿ Y si nos ve alguien.. no sé, los vecinos?
- No te preocupes. A estas horas no creo que quede nadie con ganas de descubir qué hace su vecino "el políticamente correcto" en su tiempo libre..

"Políticamente correcto", me repetí. Qué cara más dura. Conque eso es lo que soy: un pasatiempo para su tiempo libre. Pretende llevarme a su casa. No me lo puedo creer. O ha perdido completamente la cabeza, o se la he hecho perder yo. Pero lo que está claro es que me está obligando a meterme en su esfera privada. Maldita sea.. En su esfera privada. Voy a compartir el espacio con su mujer. Con sus hijos. Voy a arrebatarles el aire contenido entre esas paredes. Voy a suplantarles en el tiempo y también en el espacio. Esto me perturba. Me estoy metiendo en vidas ajenas.. me están metiendo en vidas ajenas...

El sonido del freno de mano me sacó de mi ensimismamiento.

"Por fin un semáforo en rojo", te oí decir. Y sin darme tiempo a respirar, te abalanzaste sobre mis labios, haciendo enmudecer mis pensamientos. Te mordí con fuerza los labios y, como siempre, te quejaste con dulzura. Te besé de nuevo y sonreí mirándote a los ojos. Querido, me dije, si no te preocupas tú por lo que haces con tu vida, ¿qué sentido tiene que yo lo haga? Cada uno que cargue con su culpa.

"Date prisa: mete primera y arranca, a ver si encontramos otro semáforo en rojo de camino a tu casa".

sábado, 18 de agosto de 2007

El Preámbulo

Sin apenas ser consciente de ello había llegado hasta ti y me había deslizado entre tus brazos con corrección y atrevimiento, permitiendo que tu mano me ciñera firme la cintura y se deslizara cadera abajo en un minucioso despiste.

Comenzamos a cenar. Todo era exquisito: el champagne, el magnífico salón, los refinados garçons y la música de fondo que acariciaba mis sentidos. Como tu presencia. Sin esperármelo, me rozaste la pierna bajo el mantel. Y clavaste tus ojos en los míos con una expresión casi profética. El champagne difuminó pronto los límites dentro y fuera de nuestras alborotadas conciencias. Tus manos rozaban por accidente las mías, tu pierna se entrelazaba con la mía, tu mirada se fundía con la mía.. Y todo frente a los accidentales espectadores.

Nos dirigimos al bar. Me senté en uno de los taburetes con asiento de terciopelo rojo y crucé las piernas. La punta afilada de mi zapato quedó a la altura de tu rodilla. Te golpeé suavemente mientras pedías dos cóckteles. Te giraste y me agarraste fuerte del brazo. Tu rostro se perdió descaradamente entre mi cabello y sentí tus dientes hundirse en mi cuello.

Mi cuerpo se deshizo en un torbellino inconfesable de sensaciones que me hicieron saltar del taburete y me arrastraron contra ti. Te rodeé con mis brazos, acorralándote contra el cuero negro con incrustaciones de cristal del lujoso bar. Aunque no cabía un alfiler entre nuestros cuerpos, di un paso más hacia ti hasta que sentí mi pecho aplastado contra el tuyo. Mis ojos te devoraban. Mi boca también.

En un baile enloquecido, tus manos se deslizaban por el tobogán de mi falda mientras se me desbordaban a borbotones tus besos. Con un giro acrobático me colocaste de espaldas al bar, pero no me resistí. Esta vez quería sentirme dominada. Tus manos desaparecieron bajo mi blusa, y el cuero terso y cálido del bar se adhirió a mi piel. Me apretaste aún más contra el cuero a mis espaldas. Podía ya notar tu pasión enhiesta. Estuve a punto de perder por completo el control pero me contuve: no debíamos perder de vista que ninguno de los dos debía estar allí y en ese momento. Y mucho menos entregados el uno al otro.

Sin que aún te lo esperases, te clavé el afilado tacón en el empeine e hice un ejercicio de equilibrio sobre él. Sin embargo, no te quejaste. Me miraste enajenado tirándome suavemente del pelo, mientras hacías resonar un azote en mi trasero.

"Sabes tocar muy bien mis teclas, querido", te dije con una mirada encajada entre el ardiente deseo y el más puro desafío.

"¿A qué esperas para sacarme de aquí y darme lo que me merezco?"

miércoles, 15 de agosto de 2007

Doble o Nada

Era una mañana de agosto grisácea. La temperatura parecía comedirse a las 9 de la mañana y escasos rayos de sol asomaban sin ningún propósito en un intento desairado de serrar las espesas nubes azuladas. Sonó el teléfono en su modalidad de timbre histérico, y de un sobresalto me precipité sobre el auricular.

"¿Si? Te he dicho que no me gusta que me llames a casa, y menos a estas horas. ¿Esta noche? De acuerdo. Sí. ¿Dónde quieres que nos encontremos? Sí, en Saint Honoré. Bien. Allí estaré... Por supuesto que los llevaré ¿Con quién crees que estás hablando, querido?"


La mañana voló y en el remolino de su huida arrastró consigo a la tarde gris y lluviosa de un dia cualquiera de agosto. Tenía una cita en esacasos minutos y debía estar a punto. Pensé de nuevo en el hecho de que me hubiese llamado a casa y tan temprano. Nuestros encuentros empezaban a sucederse con más frecuencia de lo habitual. Casi podría decirse que adquirían una cierta regularidad dentro de lo inusual. Pero las trabas que debíamos superar para hacerlo eran el aliciente indiscutible para no privarnos de ello. No por el momento.

Conduje por las adoquinadas calles del centro de Paris con habitual serenidad. Encontré por fin un semáforo en rojo. Con una hiperbólica sincronización alargué mi brazo al asiento de al lado, y abrí el bolso. Extraje el pintalabios, giré cuidadonsamente el embellecedor rojo y dorado y me retoqué el carmín. Acto seguido, comprobé mi cabello. Todo en orden. Me acerqué más aún al espejo retrovisor y, minuciosamente, comprobé que la sombra oscura que envolvía mi mirada, oscura ya de por si, seguía en perfecto estado. Me sobresalté con el sonido del claxon del coche de atrás y metí primera al tiempo que un haz difuso de luz verde inundaba el habitáculo.

Cuando llegué al lugar indicado, detuve mi coche. Miré la entrada del lujoso restaurante a través del cristal cuando, repentinamente un atento garçon me sorprendió con una voz grave y varonil: "Madame...". Me abrió educadamente la puerta y descubrí a un joven apuesto y refinado. Lo miré. Puse un pie sobre los adoquines redondeados, clavando el afilado tacón para afianzar mis movimientos. El joven muchacho miró atento mi zapato, después la pierna y ascendió hasta clavarme su mirada en mis retinas. Me tendió su mano firme y cálida que, naturalmente, no rechacé. Salí del coche y me quedé a corta distancia frente a él. Tenía unos bonitos ojos castaños que, almendrados, me sonreían. Inclinó su rostro en un gesto casi reverencial y le tendí las llaves de mi coche. "Con cuidado", le dije. Clavó de nuevo su mirada en mis pupilas y con una sonrisa seductora susurró: "Bien sure, Madame". Para entonces ya me había encendido un cigarrillo. Miré al joven de reojo, saqué la boquilla impregnada de Dior Addict Rouge de entre mis labios y liberé un hilillo de humo.

"Lástima que no tenga más tiempo y tú estés trabajando".
"Pardon?"
"Hasta la próxima, muñeco"

Sonreí con picardía mientras perdía de vista al joven tras la nube de humo blanquecino, y me dirigí al interior del restaurante. Con pasos delicadamente cortos, pero seguros, debido al escueto diámetro de mi falda y a la excesiva altura de mis tacones, me deslicé sobre la moqueta roja. Subí uno tras otro los escalones conocedora de que cada uno de ellos representaba un paso más en ese viaje sin retorno. Apoyé una mano sobre la balaustrada acercando de nuevo el cigarrillo a mis labios. Miré en derredor, mientras intentaba contener los feroces latidos en el interior de mi pecho. En algún lugar entre los candelabros de plata, las velas encendidas, el bar de cuero negro con incrustaciones de cristal, las lámparas de araña o el piano de cola, me estabas esperando.

En efecto, como si de imanes se tratara, nuestras miradas convergieron de súbito en el centro del salón. Te sonreí, aún de lejos, y sin apartar siquiera un segundo mis ojos de los tuyos, me dirigí a tu encuentro.

Mientras, en el otro lado del salón, el croupier se desgañitaba: "Mesdames et Messieurs, fait vos jeux... Rien ne va plus..."

domingo, 12 de agosto de 2007

Necesidad Irracional

Sin apenas darnos cuenta, nos encontramos sumergidos en las corrientes turbulentas de la pasión más desatada. Me hiciste presa entre tus brazos. Sumisa, como las reglas del juego mandan, dejé que tus manos moldearan mi cuerpo a su antojo y tus besos se tatuaran en mi piel.

Las sábanas de seda rodaban sobre y bajo nuestros cuerpos víctimas de un frenesí inesperado. Tus labios me arrancaban palabras obscenas y tus caricias, sollozos de placer. Me mordiste con fuerza en el cuello. Te miré desafiante y te susurré:

"No vayas a excederte, que aún llevo los zapatos puestos..."

Con un delicado movimiento propio de un contorsionista, me agarré un tacón con la mano. Y te sonreí lasciva.

No dijiste nada. Pero tus ojos enardecieron a la vez que todo tu cuerpo. Sabía que ahora ya no había marcha atrás. Sabía que, como en cada uno de nuestros encuentros, emprenderíamos un viaje sin retorno, tan prohibido como deseado.

Tus caricias se tornaron violentas. Engullí tus besos uno tras otro hasta que sentí la necesidad irracional de clavar mis uñas en tu espalda. Te quejaste. En vez de detenerme, te mordí los labios. Apreté con fuerza tu cuello contra mi, en un intento involuntario de asfixiarte con mis gemidos. Y así, respirando un mismo aire, unidos por una misma piel, y entrelazados nuestros cuerpos en tiempo y en espacio, permanecimos meciéndonos al ritmo de la pasión. Perdí la noción del tiempo. También la del espacio. Perdí la decencia y la prudencia. Perdí la conciencia y quién sabe si la razón.

Aún bajo las sábanas húmedas, con ese vacío atroz y despótico que dejas siempre tras de ti, me escuché susurrarte:

"Entre nosotros no hay amor. Nunca podría haberlo. Entre nosotros hay fuego. Tanto que temo que se nos pueda desintegrar el alma... allá donde quiera que la tengamos".

viernes, 10 de agosto de 2007

Todo menos los Zapatos

No creo recordar cómo llegamos hasta arriba. Sólo recuerdo unos cuantos escalones discurriendo fugaces bajo mis pies, el sonido precipitado de mis tacones pasillo a través, y la puerta cerrándose de golpe a mis espaldas.

Con la luz todavía apagada, te avalanzaste sobre mi aplastándome contra la puerta que resonó en la hoquedad de la noche. Tus manos me exploraban a tientas con el ansia del que corre en contra del tiempo y más allá de lo prohibido. Yo recibía tus besos casi con avaricia, a sabiendas de que en breve me vería de nuevo privada de ellos. Más que besarte, engullía tus gemidos, tus susurros descardos, y mordía con rabia tus silencios en una suerte de venganza.

A tientas, diste con el interruptor de la pared de la entrada. Por suerte, la luz era ténue. A pesar de no serlo, la recuerdo anaranjada, como un manto de terciopelo, crepúsculo improvisado en la intimidad de mi alcoba. "Aquí sólo puedes ser mío", me repetía.

Con la habilidad de un experimentado trilero, conseguiste despojarme poco a poco de mis ropas. Cada prenda mía que daba en el suelo era secundada por una tuya, arrancada con no menos virulencia. "Todo menos los zapatos", te dije. Sabía que te gustaría oir esas palabras. Sabía -y no me equivoqué- que te encantaría que sumisa hiciese lo que más deseas, pero con esa determinación de quien parece llevar las riendas.

"Ahora me toca a mi", te espeté. Con un movimiento desafiante te empujé hacia la cama. No hablabas. Sólo me mirabas absorto en una mezcla de admiración e incredulidad. Retrocedías sin oponer resitencia, mientras tus ojos azules de gato se clavaban en los míos.

"Eres un cabrón", te susurré.
"Pero me encanta".

miércoles, 8 de agosto de 2007

Tormenta

Era una noche oscura y lluviosa, de esas en que nadie debería errar por las calles de ninguna parte a riesgo de ser engullido por el cielo mismo. La cortina de agua dificultaba mi visión a escasos veinte metros y la bolsa del supermercado pesaba demasiado como para garantizar que mis ejercicios de equilibrio sobre los adoquines fueran seguros. Mi paraguas y mi gabardina, que trataba de asirse a mi cintura en un esfuerzo heróico por no rasgarse, servían de bien poco en una noche como esa.

Giré la esquina y enfilé la calle chorreante de penumbra. La tormenta arreciaba y ya me quedaba poco para llegar a casa cuando pude distinguir tu silueta bajo un farol tintineante. El sonido hipnótico de mis tacones discurriendo por la acera te sacó repentinamente de tu ensimismamiento. Con un delicado ademán, te vi girarte hacia mi aún en la lejanía y esbozar una sonrisa perversa de esas que me hacen perder cualquier atisbo de prudencia.

Aún no podía ver tus ojos cuando ya los sentía, atroces, clavados bajo mi ropa.

Me acerqué y tu rostro se dibujó nítido bajo la lluvia. Como había supuesto, tu mirada felina e incandescente ya se había clavado en mis pupilas, y descendido sin censura por el resto de mi cuerpo.

"¿Qué haces aquí?", inquirí.

Pusiste tu mano en mi cuello. Te precipitaste sobre mi boca y te aferraste a ella en un beso desesperado. La mano en mi cuello ejercía una fuerza hacia ti casi innecesaria. Tu otra mano desfiló en unos segundos por el interior cálido de mi gabardina. El nudo en el estómago pareció descender unos centímetros de súbito. Hacía algún tiempo que no nos veíamos y la excitación era insostenible.

"Sube. ¿De cuánto tiempo disponemos?", balbuceé.
"Del suficiente antes de que me tenga que ir a por mi mujer".

martes, 7 de agosto de 2007

Emulación Noctámbula

Con cierto sigilo y no poco recelo, acabo de colarme en este limbo de conciencias en HTML.

Todos tenemos algo que contar. Y algo que ocultar. Por algún motivo, lo que ocultamos trasciende mucho más que lo que no. Así es que me confío a este mágico soporte de mensajes en botellas digitales, en un sencillo ritual prestidigitador de teclas irregularmente pulsadas.

Siempre me ha gustado ver mis manos suspenderse a escasos centímetros del teclado de mi ordenador, posadas sobre un sinfín de palabras aún por escribir. Las uñas, esmaltadas siempre en Chanel Le Vernis Rouge, se mueven acompasadamente sobre las teclas que aún no he pulsado.

Evocando escasos momentos atrás me pregunto dónde irán todas esas palabras no escritas, o escritas y después borradas, o perdidas en la ingravidez del ciberespacio. Como nuestras conciencias.

Enciendo un cigarrillo, y me sirvo otra copa de vino. Algo que me ayude a desviar mi atención, a mitigar los efectos secundarios de tu presencia. O de tu ausencia. De este lo que sea que me aturde y desconcierta.

El calor se hace insoportable en esta noche de verano. Me desnudo, aunque no con la maestría con que que tú lo haces. Y me dejo los zapatos puestos, tal y como me pedirías. Vuelvo a sentarme delante del ordenador y siento el cuero del sillón adhiriéndose a mi piel en un intento fallido de suplantarte. Me acaricio como si fuera a encontrar aún tus manos sobre mi cuerpo. Y hundo un tacón en la cara interna de mi muslo, justo para ver qué se siente.

"Debe resultarte francamente excitante", pienso.