miércoles, 24 de octubre de 2007

Cala Negra

Como una cala negra envuelves mis ausencias. Renuncio a tu vacío en una noche cualquiera. Me entregué hace tiempo, no a ti, sino al abismo de tenerte. A la idea ineludible de que me pises los talones en el horizonte de la corrección y pases la mano, como cada mañana, por el doble filo de ese sentimiento de culpa que nos rodea.


Como una tormenta entre las nubes azotas mi conciencia. Tus ausencias son presencias irreversibles, aunque reconocerlo me ponga de lleno en la encrucijada del malogrado intelecto y la ferviente volición.

Me asusto al pensar que renunciaría a la idea de renunciarte. Y haciendo malabares con lo que se debería ser y lo que se es, me adentro tras de ti en la trastienda de las apariecias, tan reprochables como tiránicamente sinceras.

lunes, 8 de octubre de 2007

Le Pont Neuf

El viento parisino cortaba mis mejillas en mi apresurado caminar a través de la noche oscura. Aunque no era la primera vez que lo hacía, reparé en que parecíamos extrañas criaturas, siempre refugiadas en ese manto denso y lóbrego bajo el que se perdía cualquier atisbo de mesura.
Mis pasos resonaban armónicos por la Rue des Bourdonnais, entremezclándose de vez en cuando con mis divagaciones mentales. Traté de atisbar tras la neblina que causa la humedad en el aire en las inmediaciones del Sena, adentrándome en la penumbra suspendida sobre el Pont Neuf. Allí, en mitad del puente, bajo la aureola del mismo farol de tantas noches, me estabas esperando.
El tintineo de mis tacones en la lejanía te llamaron a girarte. Aun de lejos, descubrí tu mirada maliciosa entre el ala del sombrero y el cuello de tu gabardina. Tu ademán a medio camino entre galán y tahúr me hizo estremecerme. Me estremecí aún más cuando me ceñiste contra tu cuerpo y noté tu calor pegado al mío.
"Creí que nunca llegarías, muñeca", me dijiste con la voz entrecortada.
"Hace un frío terrible en mitad del puente, ¿no crees?", dije casi temblando, no se si por el frío o por la excitación.
"Sí, querida. Pero tengo la solución hasta para eso".
De repente tus manos me anclaron a tu cuerpo y tu boca engulló todos mis besos. Notaba el frío de la baranda del puente a mis espaldas, pero para entonces, mi cuerpo ardía irremediablemente en deseo. Te separaste inesperadamente y me miraste a los ojos con furia. Apartaste un mechón de mis cabellos que discurría hombro abajo. Rozaste mi cuello con el dorso de tu mano y un escalofrío me recorrió la espalda. Sin que pudiera hacer nada por evitarlo, acariciaste mi escote, desabrochando un botón de mi camisa de seda. Y luego otro. Y otro. Intridujiste la mano helada y me acariciaste con impaciencia. Con desesperación. Con avaricia. Pronto tus manos se trocaron en tus labios. Así tu cabeza con fuerza contra mis pechos, inclinada sobre la baranda del puente; entregada a la dulce locura de hacerte creer que no soy yo quien manda.