sábado, 26 de mayo de 2012

Luchando contra fantasmas

Nos acercamos al mostrador y pidió dos cafés. "À emporter", dijo. Eso me tranquilizó. Significaba que, como tantas otras veces, me llevaría a su despacho donde, si no de un arrebato pasional, esta vez podríamos disfrutar de cierta tranquilidad e intimidad para digerir tan inesperada confesión.

Cogimos los cafés y caminamos, como tantas otras veces lo hiciéramos, a lo largo de los interminables pasillos. Caminábamos muy cerca el uno del otro, como resistiéndonos a aceptar la distancia que parecía habernos sido impuesta. Él me abría las puertas con un gesto galán que yo harto conocía y había echado de menos. Subimos en el ascensor, y tuve la casi irrefrenable tentación de abalanzarme sobre sus labios, como Él hubiera hecho más de una vez en aquella misma situación ante mi fingida estupefacción. Incluso miré el botón de parada. Pero lo que me había dicho momentos atrás pesaba demasiado sobre mi conciencia como para poder siquiera considerar el pulsarlo.

Llegamos a su despacho. Con cierta sorpresa observé que las paredes ya no eran paredes, sino que eran paneles de cristal. "Están remodelando el hospital, y han decidido hacerlo de acuerdo con la estética exterior", comentó. Y sonrió mirándome fíjamente, dejando escapar esa chispa díscola de antaño. "Paredes de cristal.. se me ocurren ciertas desventajas", dije en un tono irónico. Él me miró desde el recato. Y sonrió desde el no tanto.

Nos sentamos. A la vez que descansaron nuestros cuerpos sobre las sillas, parecieron descansar nuestras almas sobre la inusitada decencia. Hablamos, como amigos quizá, sobre la culpablidad, sobre los riesgos que corrimos, sobre el tsunami de consecuencias que había traído toda esta situación a su vida. Tan abierta y francamente hablamos que empezé a contemplarlo desde otra óptica: desde el punto de vista del que tiene que digerir a marchas forzadas y en contra de su voluntad que todo lo que hubo se ha esfumado. Desde ese rincón donde reside la resignación. Desde donde se anticipa un distanciamiento, una pérdida, una mutilación.

Él, el Él que yo había conocido, el que había deseado hasta la locura y quizá amado en sepulcral silencio, se desdibujó, desmaterializándose, ante mis ojos atónitos y ante mis resquebrajados sentiemientos. Y emergió uno del todo diferente. Un hombre perdido e inseguro. Un hombre roto.

Me sentí vacía, triste, acongojada. No por el reprochable hecho de haber estado dispuesta a desordenar por completo mi vida una vez más en aras a Él, sino por el hecho de pensar que, quizá, aquello que quedó atrás no podré volver a tenerlo nunca jamás.

Y lejos de sentirme vil, me sentí desdichada. E intensamente sola.

Auténtica estupefacción

Eligió un discreto rincón para sentarnos a comer en la concurrida cantina. A mí poco me importaba el estar rodeada de gente. No veía a nadie más que a Él, no escuchaba a nadie más que a Él, no quería a nadie más que a Él. Antes de que pudiera coger los cubiertos siquiera disparó:

"Bueno, por fin vamos a tener la conversación que debíamos haber tenido hace dos años", dijo con cierto aire de alivio.

Por algún motivo supuse que lo que venía después era o muy bueno, o muy malo. Y no me equivoqué.

"Te preguntarás el porqué de esta incomunicación". Se detuvo un momento, como si esperara una respuesta que ya conocía. Y obviándola, dijo: "Mi mujer, en cierto modo, nos descubrió".

Me quedé boquiabierta. Tanto que no pude ni siqueira articular palabra. Había fantaseado con diversas explicaciones a este vacío de comunicación. Unas peores que otras. Pero siempre esperaba que todo hubiera obedecido a causas voluntarias. Un nuevo principio, otra manera de jugar la partida, un espacio de tiempo valdío para volver a abandonarnos a nuestra suerte con más intensidad.. Pero esto ni siqueira lo había contemplado. Un escalofrío recorrió mi columba vertebral. Ahora tenía la certeza de que todo quedaba ajeno a mi control. Y, en el peor de los casos, quizá también al suyo.

Continuó hablando, aunque su voz se tornó lejana y opaca en pocos segundos. Hablaba de fechas, de cartas, de correos electrónicos, sin que ninguna de sus palabras lograra sacarme del estado de confusión en el que aquellas primeras palabras me habían sumergido. Mientras su voz se distorsionaba, como la de aquel que habla bajo el agua, yo comenzaba a anticiparme al desenlace de aquella conversación. Tenía que pensar de prisa. Tenía que encontrar las palabras mágicas antes de que, con su verborrea, rompiera toda posibilidad de encantamiento.

La Cita

Conduje a toda prisa por las avenidas de Notre-Dame-des-Champs, abriéndome paso por las callejuelas de Montparnasse hasta llegar a Plaisance. Aparqué el coche una vez tuve Saint Joseph ante mis ojos. Su fachada de cristal refulgía cual centenares de luciérnagas al sol del mediodía.

Me preguntaba por qué habría querido que nos encontrásemos en su incómodo lugar de trabajo. "Debe ser parte del juego", pensé. "Esto debe ser como un nuevo principio", me dije, mientras pensaba que no había nada más acertado que "un nuevo principio" para identificar esta nueva jugada.

Comuniqué mi llegada al guarda de seguridad, que me miró por encima de la montura de sus gafas apostado tras el mostrador. Sin parpadear, habló con voz ronca pegado al auricular. "Docteur, j'ai quelqu'un qui vous cherche". Colgó el auricular y, sin apartar su incómoda mirada de la mía esbozó una cordial sonrisa y espetó: "attendez, madame, s'il vous plait".

Caminé sin rumbo por el hall, haciendo resonar mis tacones entre las paredes de cristal, e intentando contener las mariposas en mi estómago. De repente, al girarme, vi su silueta acercándose en la lejanía. Su rostro emergió de entre las sombras. Sus ojos se clarvaron en los míos y los vi achinarse a la vez que su sonrisa se hacía más y más amplia. Cuando lo tuve razonablemente cerca me acerqué a Él, con las ansias de fundirnos en un interminable abrazo y besar apasionadamente los labios que tanto había echado de menos guardadas en el fondo de mi saber estar, sonreí con cierto nerviosismo y le di dos comedidos y recatados besos.

"Hola, ¿qué tal estás?", me dijo.
"Ahora muy bien, ¿y tu?", contesté.
"Bien", dijo con una amplia sonrisa, mientras sus ojos de gato me miraban fijamente. "Anda, vamos". Y me condujo hacia las entrañas del moderno edificio.

Camino de la Perdición

Era la mañana del día en que íbamos a reencontrarnos. Había pasado el tiempo, pero los recuerdos se materializaron con tanta certeza que me costaba abrirme camino entre el angosto presente.

Me sacó de mi fascinación la imagen de mi vestidor, con todos mis zapatos organizados allí de nuevo, como entonces los tuviera, y me vi de nuevo arrastrada por los recuerdos que, incontrolables, parecían filtrarse por entre las paredes hacia el interior de la habitación. Hasta el aire parecía teñido de los perfumes de antaño. Hasta el vacío parecía volver a impregnarse de su esencia.

Elegí cuidadosamente la falda, la blusa y los zapatos, y procedí a plasmar mi inquietud en el espejo mientras me retocaba el maquillaje. Añejas mariposas revoloteaban en mi estómago, y nuevas fantasías me invitaban a quedarme fija en mi porpio reflejo, a unos centímetros del empañado espejo.

No sabía lo que sucedería, pero iba decidida a todo. Había pasado el tiempo, demasiado tiempo, pero, lejos de haber apagado mis ansias de verle, había traído con mucha más fuerza que nunca mis antiguos deseos. Nada más finalizar esta reflexión, volví en mí ante el espejo y me miré fijamente en mis pupilas. "Ya es demasiado tarde", me dije. "Ya es demasiado tarde para volver atrás. De nuevo".

Y como una exhalación me subí en el descapotable. Me até con firmeza el cinturón de mi gabardina, me puse las gafas de sol para evitar que mi maliciosa mirada me distrajera en el retrovisor, y me retoqué el rosado carmin. Aceleré. El motor sonaba delicioso. Pero no tanto como mis reprochables pensamientos. Y me dirijí serpenteando por las calles parisinas hacia donde Él me esperaba.