viernes, 23 de noviembre de 2007

Sublimación

La imperante lujuria que comenzaba a doblegarnos nos arrancó del restaurante cual verdugo de cualquier instante pausado y nos arrojó a la oscuridad de la noche con soberbia. Te situaste a mi izquierda, muy pegado a mi. Podía sentir el calor de tu cuerpo a través de mi gabardina, burlando el pétreo frío invernal a las orillas del Sena.


Así tu brazo con fuerza mientras, inquieta, miraba en derredor para evitar el accidental encuetro con posibles conocidos. Pero de repente, mis sinfónicos pasos se toparon contigo. Dando un giro acrobático sobre los adoquines mojados, te situaste frente a mi, a escasos milímetros de mi rostro. Apresaste mi cuerpo entre tus brazos víctima de una pasión descontrolada, y tus labios se clavaron en los míos. Nuestras ansias se entrelazaron en la isolencia de un beso desnudo en plena calle, sin importar quién pudiera vernos. Pero a esas alturas era ya imposible resistirse al brazo ejecutor de tu imprudencia.

Mis labios se deslizaban por los tuyos, en un intento heróico por retenerlos entre la humedad de mis suspiros y me asías con fuerza la nuca, mientras mis dedos se enredaban, tirando de tu pelo. Como un volcán en erupción, recorrías mi cuerpo con temblores materializados en ardiente deseo, sin que yo opusiera resistencia. Al fin y al cabo, eso lo que quería. En una lucha encarnizada por morder labios ajenos y apresar candentes susurros rodamos hasta el coche. Me preguntaba si el interior soportaría las altas temperaturas de nuestra locura.

En pocos segundos la visión de la torre Eiffel se empañó tras el cristal teñido del vaho que desprendían nuestros cuerpos y exhalaciones, y en un torbellino de deseos que cobraron la forma del placer más reprochable nos fundimos en una sola criatura.

Una criatura demoníaca, perversa y hedonista que, con la luz del sol, no hubiera sido más que un ángel caído.

Reflexiones de un Infiel

Entramos al restaurante y el garçon nos acompañó a nuestra mesa. El pianista en el rincón, que hacía piruetas con las manos sobre las teclas, me recordó sin más a tus diestras caricias; a tus experimentadas manos de marido, de padre, de médico, de amante. Te ocupaste de acomodarme en mi silla mientras el garçon encendía las velas en el centro de la mesa. Como si necesitáramos más fuego a nuestro alrededor.

Con las copas de Dom Perignon tintineando entre nuestras manos y el descarado deseo rasgándonos las entrañas, comenzamos a hablar de "lo nuestro", como te gusta llamarlo. Tus teorías exculpatorias de toda maldad en nuestra incorregible conducta y tus apologías del control sobre los propios actos pero no de sus consecuencias, sonaban como el segundero apresurado en su precipitada cuenta atrás. Mis descaradas respuestas encendían las calderas de tu deseo y podía sentir cómo tus ojos me devoraban en público mientras yo jugaba a retener tus pupilas fijas sobre mí.

Mientras hablabas de tu vida y del espacio que ocupo en ella, me mordisqueaba los labios, humedeciéndolos para hacerlos brillar a la luz de las velas, y percibía el desconcierto entre tu cerebro, que hacía un esfuerzo por centrarse en la interesante exposición, y tu cuerpo, que se derretía ante mi manifiesta indecencia. Jugueteaba con un mechón de cabello entre mis dedos cuando te oí decir:

- Eres TÚ. No es que yo tenga un hueco en mi vida y haya decidido llenarlo. Es que TÚ y yo nos hemos encontrado. Estoy contigo porque QUIERO estar contigo. Y si no estuviera contigo, NO estaría con nadie más.

- Y yo que estaba convencida de que eras mucho más malo... -dije, con ánimo de provocarte.

- No. Convéncete: eres TÚ, encanto, la que me trae de cabeza. No es sólo el atractivo físico, que lo tienes. Es ÉSTO -dijo dándome golpecitos en la frente con la tibia yema de su dedo. Esbozó una sorisa, respiró hondo y me pareció ver cómo sus pupilas se dilataban. - Eres un reto intelectual al que NO quiero renunciar.

Esas últimas palabras sonaron definitivamente halagadoras. Sonreí de forma lasciva. Habría tirado al suelo las velas, las copas, los platos y las flores de un codazo para saltar sobre ti. Pero hoy debía atemperar mi impaciencia: me había propuesto llegar al mismo punto pero con menos grado de culpa. Hoy serías tú el que saltaras sobre mi. Y así lo hiciste.

TO BE CONTINUED...

miércoles, 21 de noviembre de 2007

El Despacho

Respirando profundamente a lo largo del pasillo, te seguí hacia tu despacho. Abriste la puerta con un gesto galán y entré. Intentando disimularlo, hacía un esfuerzo descomunal por contener mis nervios e intentar que mi respiración pareciera sosegada. Me invitaste a sentarme y, de camino de nuevo a tu silla, cerraste la puerta con pestillo. Un escalofrío recorrió mi espalda.
- Así es que es aquí donde trabajas..
Retiraste unos papeles y los apilaste en un montón que tenías en el extremo derecho de la gran mesa. En ese momento, observé en derredor con disimulo y visualicé de soslayo la alfombrilla del ratón horrorizada: impresa en ella, desgastada quizá por el uso, quizá por el tiempo, o por ambas cosas, una foto de familia. Con un gesto muy elocuente, la apartaste con el codo hacia el otro extremo de la mesa y te apoyaste sobre ambas manos mirándome embelesado.
- Tenía ganas de verte, muñeca.
- Lo se.. ¿Y si entra alguien?
- Tranquila, he echado el pestillo.
- Estas paredes son de esos paneles móviles, ¿cierto?
- Sí. Y el de al lado el el despacho de mi jefe. Pero tranquila. No vamos a gritar, ¿no?
- Yo no estaría tan seguro..
Me levanté y miré por la ventana. Era uno de esos días grises de nubes hinchadas y tiznadas justo encima del horizonte. Había llovido, y probablemente, lo volvería a hacer. En ese momento noté tu respiración justo detrás de mi cuello y ceñiste mi cintura con firmeza. Mis ojos se cerraron como un acto casi reflejo y mi imaginación voló chocando inmediatamente contra los límites de la corrección. Pero cuando me giré para decirte "espera, esto es una locura", ya era demasiado tarde y tus besos se habían apoderado hasta de mi última exhalación. Con mi espalda pegada al cristal frío, y tus labios incandescentes sobre y bajo mi piel, intenté en vano hacerte reflexionar un momento. Pero para entonces, ¿quién quería razonar?
Tus manos se adhirieron a mi cuerpo y lo recorrieron sin recelo apresando cada centímetro de mi piel. Te clavé con furia las uñas en la espalda y los dientes en el cuello, no sé si como recompensa o como castigo ante tu atrevimiento. En uno de nuestros incontrolados movimientos, golpeamos con fuerza el panel que hace las veces de pared entre el despacho de tu jefe y el tuyo, pero ni siquiera eso atemperó tu ánimo enfebrecido. Atravesaste mis pupilas con una sonrisa socarrona, y me besaste con ansia. Entre nosotros, la pasión roza la furia y la furia, el desenfreno. Y, en un día como ese, ni siquiera la tormenta que se desataba afuera hubiera podido aliviar la que se liberaba dentro.

Y cada vez más adentro...

viernes, 16 de noviembre de 2007

El Embarcadero

Sin siquiera pararnos a reparar en ello, nos adentramos en la oscuridad como dos sonámbulos deambulan con propósito incierto a sabiendas de que no pueden ser despertados. Sellados bajo la noche, mis pensamientos revoloteaban inquietos sin destino aparente mientras en mi cintura comenzaba a arder el calor de tus manos. Sentía el calor de tu cuerpo a mi lado, pero no quería mirarte abiertamente sabedora de que, al más mínimo contacto de nuestras miradas, la chispa del desenfreno saltaría y de un arrebato cruzaríamos esa delgada línea que separa la cordura de la más absoluta enajenación.

Continuamos hundiendo nuestros pasos en la oscuridad del embarcadero de le Quai de la Tournelle como autómatas que no pueden escapar a su destino. Tu calor se hacía cada vez más intenso hasta el punto en que no pude resistirme a mirarte frente a frente. Me paré en seco frente a tí y tus labios se lanzaron en picado contra los míos. Te mordía con fuerza, succionando tus besos cuando te aparté de golpe. Así, sin permitir que me saborearas como tanto te apasiona, me encendí un cigarrillo. Y sin hablar, te contemplé.

Entre mis guantes de raso negros se deslizaba, revoltoso, un mechón de mis cabellos. Mis labios palpitaban contra la boquilla dorada impregnada de carmín a la par que mis ojos se clavaban en los tuyos con cierto descaro. Mi cuerpo era escaparate de tus lascivas miradas. Y yo lo sabía. Fumé serenamente mientras degustaba tu ansia por estrecharme. Tus ojos recorrían mi cuerpo en un baile frenético y tu respiración parecía entrecortarse a cada uno de mis pausados movimientos. Cada vez podía sentir más de cerca tu calor aunque aún no te rozaba. Fui recortando la distancia entre nosotros y fumando hasta acabar mi cigarrillo. Nos quedamos frente a frente y, con un delicado movimiento, saqué el cigarrillo de la boquilla y lo aplasté contra el suelo. A la vez que aplasté el cigarro, aplasté deliberadamente mi cuerpo contra tí, y no tardaste en asirme con fuerza. Nuestros ojos se cruzaron, ahora si, envenenados de esa pasión que nos somete.

Y una vez más me arrebataste ese efímero pero dulce control sobre tí de una simple embestida. La furia de tus besos descarnó mis pasiones. Me desgarraste el recuerdo y condenaste mis fantasías a un nuevo referente. Tus manos albergaban mi cuerpo como si no lo fueran a soltar nunca. Y una vez más, te colaste bajo mi gabardina, bajo mi camisa, bajo mi falda. Bajo mi piel. Y allí te quedaste: bajo mi piel.

domingo, 11 de noviembre de 2007

Las Reglas del Juego

Me miraste con aire contrariado. Me encanta lanzarte retos intelectuales aun a sabiendas de que serán como un boomerang que retornará hacia mi casi con más fuerza de con la que fue lanzado.
- "Garçon, l'addition, s'il vous plaît", dijiste con gravedad.
- ¿Me estás diciendo que tienes la intención de dejar a tu mujer y a tus hijos?
- No. Sabes que eso no cabe ni cuestionarlo.
- Entonces, ¿de qué me estás hablando? ¿Has decidido que vas a dedicarme un tiempo que no tienes, porque se lo debes a tu familia, para pasear conmigo como si fuéramos adolescentes, cogidos de la mano, a la vista de todo el mundo pero sin ninguna repercusión en nuestras vidas? Querido, me estás proponiendo que seamos algo más de lo que somos. Pero hay un pequeño inconveniente: somos simples amantes. Amantes ocasionales que juegan contra el destino en una partida arriesgada. No hay continuidad tras nuestros encuentros. Lo que somos lo debemos a nuestras circunstancias particulares y creo que es un detalle que no deberíamos obviar. Tú no vas a cambiar tu vida por mi. Ni te lo estoy pidiendo. Pero no me pidas que adecúe mi existencia a tus caprichos. Porque no lo haré jamás.
La noche se cernía ya sobre la aureola de luz amarillenta de los faroles del bulevar Saint-Germain. Caminamos por las cercanías del Sena hasta pasar Notre Damme. La iluminación nocturna la hacía erigirse magestuosamente en medio de la noche. Como tantas veces tu solo recuerdo se había erigido en el seno de las mías. Bajamos las escaleras y caminamos hacia el embarcadero. La quietud de la noche comenzó a arrancarme oscuros pensamientos que sólo en la quietud de la noche tienen cabida. Sin decir ni una palabra, te agarré de la pechera y te besé con furia, con desesperación y casi con odio.
- No me pidas que renuncie al único pretexto que me posibilita estar contigo. La noche es el único lugar en el que puedo esconder mi sentimiento de culpa. Con los primeros rayos de luz, los recuerdos descubren atroces engaños. Eres egoísta. Eres un cínico y un tirano, pero este juego me resulta divertido. Y no, no pienso abandonar la partida. Pero, eso sí: a partir de ahora, las reglas del juego las pongo yo.

viernes, 9 de noviembre de 2007

Justos y Pecadores

Caía la tarde sin ningún miramiento sobre los castaños del bulevar y entre sus hojas se filtraba una pátina de humedad grisácea. Con convicción, hacía resonar mis pasos sobre los adoquines redondeados, ciñendo con firmeza a mi cintura el cinturón de mi gabardina. El frío del incipiente invierno se filtraba a través del foulard de seda gris perla que llevaba anudado al cuello y casi me helaba las palabras aún por pronunciar.
Entré en el pequeño Café de Flore y de inmediato me encontré con tus ojos clavados en los míos. Esbozaste una de esas sonrisas maliciosas que casi desfiguran tu rostro angelical y me atrajíste irremediablemente hacia tí sin siquiera ser consciente de ello. Pediste dos copas de Chardonnay y brindamos.
- Por nosotros, muñeca. Y porque a partir de hoy las cosas serán diferentes.
- Por nosotros, dije con cierto aire de expectación.
Las copas resonaron justo en el punto de encuentro de nuestras miradas.
- Y dime, ¿qué es lo que va a cambiar entre nosotros?
- Tú no te has dado cuenta, pero ya ha cambiado. Ha ido cambiando durante todo este tiempo; lentamente; deliberadamente. Pero, queramos admitirlo o no, todo ha cambiado. Y nos ha cambiado. Desde que nuestras circunstancias forman parte de nosotros mismos, el lazo que nos une, preciosa, es algo que persiste en el tiempo. Que cambia nuestro presente, que cambió nuestro pasado, y que cambiará nuestro futuro. Ocultarlo sería negar la realidad. Y esa realidad, querida, lo queramos o no, nos pertenece.
- Sí. Como exposición filosófica sobre el hecho probado de que hay algo entre nosotros, no está mal. Pero ahora, ¿podrías decirme por qué brindamos hoy?
- Porque ya no vamos a escondernos, muñeca.
- ...
- El riesgo que asumimos viéndonos es muy grande. Tanto como el placer que me producen nuestros encuentros. Y tanto es así que he decidido no seguir limitándome en función de lo que pueda resultar más seguro. Quiero disfrutar de tu compañía sin límites. Quiero pasear contigo cogidos de la mano, o intensamente abrazados. París es una gran ciudad. Y muchos son los ojos anónimos que nos rodean. Así es que -dijo tomándome las manos entre las suyas- no pienso esconder lo que me mueve cada día.
- Sólo te olvidas de una cosa, querido.
- ¿De qué?
- De que uno de los ingredientes indispensables para que nuestros encuentros sigan teniendo ese aliciente que tienen es el factor riesgo; el placer de lo prohibido, de lo complicado, de lo reprochable. Si me quitas el maquiavélico placer de sentir que hago y deshago cuando quiero el puzzle de mi vida a sabiendas de que no debería, esto perdería toda la magia que lo envuelve.
Saqué un cigarrillo de mi minúsculo bolso y lo encendí. Un hilillo de humo pronto difuminó tu gesto desencajado ante mis ojos. Con movimientos pausados saqué el espejo y la barra de labios. Me retoqué el carmín y, casi sin reconocer mi propio cinismo en el pequeño espejo ante mi, te dije:
- Hemos sido infieles a los que nos rodean para sernos fieles a nosotros mismos. Pascal dijo que sólo hay dos tipos de hombres: los justos que se creen pecadores, y los pecadores que se creen justos. ¿En qué grupo crees que estamos, querido?