Salí de la ducha después de un día tremendamente agotador y me cubrí con mi albornoz. Olía a recién lavado. Me sequé con él la cara y el cabello ligeramente y lo anudé con firmeza a mi cintura. Cuando las gotas intrépidas dejaron de rodar por el interior de mis muslos, deslizándose en un viaje mortal por mis rodillas, caminé hacia el salón. Sin siquiera reparar en ello, me abrí camino entre la oscuridad de la estancia, en una suerte de sonámbulo paseo hasta la ventana. La penumbra irrumpía con descaro a través de la cortina de agua que difuminaba las formas tras el cristal semi empañado. Otra de esas noches frías de otoño parisino...
Encendí un cigarrillo dejando que un baile de luces en semitono embriagara mi mirada. De repente creí sentir tu mano asiéndome con fuerza por la cintura, como tantas otras noches, en un intento de fijar tu cuerpo contra el mío. Tus palabras obscenas resonaban cada vez más lejos de mi cordura, y tus labios rozaban ya mi indecencia.
Dí otra calada al cigarrillo, en un intento de apartar esos pensamientos incandescentes que queman mis soledades. Pero la llama anaranjada refulgiendo a unos centímetros de mis labios me hizo emular sin remedio los besos que te daría. Me llevé la mano al pecho y dejé que el albornoz se deslizara por mis hombros, acariciando mis caderas, y cayera a mis pies.
"A mis pies", me repetí, simulando una de tantas veces en que te lo ordenaba.
Para entonces, había traspasado ya el horizonte de las fantasías. Ahora, mis manos suplantaban tus caricias hundiéndose con malicia en la noche. En la noche húmeda. En la perversa noche...
Encendí un cigarrillo dejando que un baile de luces en semitono embriagara mi mirada. De repente creí sentir tu mano asiéndome con fuerza por la cintura, como tantas otras noches, en un intento de fijar tu cuerpo contra el mío. Tus palabras obscenas resonaban cada vez más lejos de mi cordura, y tus labios rozaban ya mi indecencia.
Dí otra calada al cigarrillo, en un intento de apartar esos pensamientos incandescentes que queman mis soledades. Pero la llama anaranjada refulgiendo a unos centímetros de mis labios me hizo emular sin remedio los besos que te daría. Me llevé la mano al pecho y dejé que el albornoz se deslizara por mis hombros, acariciando mis caderas, y cayera a mis pies.
"A mis pies", me repetí, simulando una de tantas veces en que te lo ordenaba.
Para entonces, había traspasado ya el horizonte de las fantasías. Ahora, mis manos suplantaban tus caricias hundiéndose con malicia en la noche. En la noche húmeda. En la perversa noche...